Aquel niño delgado, moreno y pálido,
consiguió romper su ensoñación y despertó. Se despegó las sabanas en aquella
mañana fría y gris del enero castellano. Cuando llegó a la cocina de su casa,
no pronunció palabra alguna, se limitó a prepararse el desayuno. Ya era tarde y
tenía que ir al colegio. Pero Juan, con ocho años, no era un chaval común para
su edad. Tenía que prepararse todos los días el desayuno. Cuando terminó, se
lavó la cara y los dientes y se apresuró a vestirse. Mientras se disponía a
cruzar la puerta de su casa, se despidió de sus padres con un simple gesto con
la cabeza. Algo raro había ocurrido esa mañana. Sus padres, sin haber sido
nunca muy observadores, se dieron cuenta
de que la actitud de Juan, no era la de todos los días. No había
pronunciado ni una palabra antes de
salir de casa y eso, perturbó a sus padres sin saber muy bien por qué.
De camino al colegio, Juan no se lamentaba de
su suerte. Estaba triste, sí, pero con ocho años, Juan hacía mucho tiempo que
no lloraba. Su carácter hacía que el enfado ahogara su tristeza. Sabía que
vivía en injusticia y no lo soportaba. Marian, la madre de Paco, estaba
esperando en el semáforo de siempre. Al principio, Juan recorría andando solo,
los tres kilómetros que le separaban del colegio. Hasta que la madre de Paco,
se dio cuenta de ello y sin preguntar, ni hablar del tema, le convenció para
recogerlo todas las mañanas. Marian recordaba lo orgullosa que se sintió aquel
día, no era fácil convencer a Juan. Para
lo joven que era, su carácter era muy fuerte. Se había acostumbrado a hacer las
cosas por él mismo y no pedía ayuda y si se daba cuenta de que alguien sentía
lástima por él, se enfadaba mucho, mucho y dejaba de dirigirle la palabra.
Ese día, cuando se encontraron en el
semáforo, había algo diferente en el ambiente. Juan llegó, saludó cortés y
educado como era costumbre, y se metió en el coche sin mediar palabra. Marian,
notaba una expresión distinta en sus ojos. El brillo, de por sí natural en los
azabaches iris de Juan, ese día brillaban aún con más fuerza. Para Marian, casi
hasta rugían, pero no se atrevió a preguntar nada. Había cogido mucho cariño a
ese niño y sabía que podría perder el trato que tenía con él, si husmeaba mucho
en sus asuntos. Aún así, le dio mucha pena.
Llegaron al colegio y cuando iban a cruzar la
verja de la entrada, se toparon con Asunción, una de las señoras de la
limpieza. Asunción era una señora anciana, con la tez llena de arrugas. Hasta
tal punto, que la belleza que se intuía habría poseído de joven, se había
tornado en fealdad casi desagradable. Además solía ser muy gruñona y no
despertaba demasiadas simpatías ni entre los niños, ni los padres, ni los
profesores. Asunción, era una viuda de una guerra ya desconocida para muchos. Aquella
mañana cuando Paco y Juan se cruzaron con ella por la entrada del patio del
colegio, Juan se acercó lentamente con sus ojos rugientes, fijos en los de la
mujer. Tan fijos, que incluso impusieron respeto a Asunción. Se acercó y le dio
un abrazo cálido y fuerte a la vez. Cuando se separaron, Asunción estaba
descolocada y una gota cristalina le surgía del lagrimar izquierdo. Juan
susurró al oído de la anciana. -Sun (sorprendentemente así la llamó,
otorgándole más cercanía al momento) ahora sé porque nunca sonríes, no has
conseguido que nadie te quiera lo suficiente como para prepararte el desayuno.
Dicho esto, Juan se fue hacia el edificio de primaria para comenzar la jornada
escolar.
A Asunción, tanto le marcó el acto inesperado
de Juan, que se echó a llorar. Desde entonces, Juan y Asunción desayunan todos
los días juntos, incluido los fines de semana, a veces después van al parque o
al zoo. Y sobre todo, nunca han dejado de sonreír.
me encanta
ResponderEliminarMuchas gracias ;-)
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