Una
farola discreta en el fondo de una calle,
en mi
lóbrego camino al volver a casa.
Tunantes
y prostitutas, ladrones y policías,
personajes
de cualquier clase
me
encuentro yo por la vida,
cuando
vuelvo por la ría
al
lugar de mi reposo.
Fauna
silvestre que hemos poblado
por
casualidad mundana
esta
ciudad industrial.
Que
cabalga, entre ruina y galaxia
modernidad
y retraso,
unidos
en el mismo frasco
junto a
miseria y prosperidad.
Cubierta en porquería y roedores
aquella
pequeña niña
recoge
las latas de la basura
con las
que poder jugar.
Mientras
tanto, el ciego pide
a los
hombres de chaqueta,
dos
monedas para comprar
aquella
necesaria muleta.
Cristina,
la mujer del panadero
muy
pronto por la mañana
va al
boticario,
a
comprar receta amarga
para no
tener que alimentar
a otra
linda criatura.
Gervasio
y el Ocho Dedos
hacen
la repartición
en la Taberna
del Gran Pirata
de los
trabajos que realizaron
con
nocturnidad y alevosía
a los
pies de comisaría
protectora
del barrio del Buen Señor.
Samanta,
la buena muchacha
portadora
de corta falda
venida
de otro país,
con una
sonrisa vaga
saluda
a la portera
que la
mira con indignación
Aquí el
humilde poeta
recogiéndose
de madrugada
es
espectador del gran teatro
que nos
ofrece la sinrazón,
de este
mundo ya creado
en los
márgenes de lo humano,
en las
lindes de la pomposidad,
que no
visita estos lares
llenos
de buenas gentes
y de
raros trashumantes.
Quisiera
yo que saliera
a la
luz del mundo, la condición
de las
personas que esconden vergüenzas,
en lo
más hondo de las profundidades
para
obtener, un pedazo de las delicias
que
prometieron en la oración.
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