Fundidos,
los faroles, del norte y
del sur
por barcos navegados por barriles.
Llaman las auroras a la puerta, llaman presto a su calvario.
Secas tierras llegan imponiendo desiertos lejanos,
de manchas negras y marfil blanco.
¡Curiosa ciudad París, dónde el chocolate es amargo!
¡Curiosa vida de antaño que vuelve hoy a nacer!
Las nuevas alamedas son el olvido, de las vidas pasajeras.
Pateras de huidas y gestos de vergüenza.
Nacimientos de miles
que no sembraran los cultivos,
pues simiente no queda.
Ni ríos, ni miel, ni orillas de arena.
Arada la tierra, sí.
Arada y arañada hasta sus cimientos, buscando fuego eterno.
Y el aire que cabalga la montaña más caliente que nunca.
Y la montaña menos blanca y el aire, menos aire y el agua,
más salada.
Y el calor asciende lentamente por los confines el mundo.
Caen pájaros del cielo, por bordes y vallas, por cables
pelados.
Caen los zorros por caminos de los bosques fragmentados.
Pesa el metal caído en los campos de arrozales
y pesan los niños buscando piedras para llamadas
internacionales.
Torrenteras de desastres por laderas inundadas de humanos
Una huella imborrable en la memoria
Una cicatriz marcada,
que a los nietos de los nietos, les saldrá cara
(Esta poesía surge ante la próxima Cumbre del Clima en París del 30 de Noviembre y tras los atentados del Estado Islámico en esa misma ciudad, el día 13 de Noviembre)
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