Cada grano de arena incrustado en
verso se transforma, para aliviar los rasguños que arrollaron como olas, la
mente del poeta.
En la estación siguiente, se
espera descansar de la noche impuesta. Descansar y recoger las maletas de los
trozos perdidos. Como un bandido,
huyendo, se consigue alcanzar la orilla de la nueva vereda. Una ironía burlesca
lo invade todo. Supone el vestido de la ciudad imperfecta, maquillada por
personas, más cercanas de lo que debieran, más lejanas que la vida y el océano
que lleva.
Sí, por el azar o el destino,
como dirían las responsables del credo de las energías, debo retroceder. Doy un
salto hacia atrás y me encuentro en el barranco profundo que ayer fue mi casa.
Aquella fortaleza de piedra que me hizo crecer.
Golpeo, golpea, esquivo, me alcanza, me
enreda y pierdo la batalla que sin saber, me trajo a estas tierras. Ahora,
vapuleado por los guijarros del camino de mi propio barrio, comienzo a caminar.
Pero es cierto, me siento más protegido que nunca por las flores del campo, aquellas
que amigos me regalaran.
Tantos vuelcos da una vida, que
cuando uno la examina, no sabe dónde cogerla. Así, sin preguntar, uno se
enfrenta al destierro de su propio gen, de lo que hasta entonces sabanas de
algodones eran.
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